Blanca Salvador Bosch es psicóloga y nadadora de ultra distancia en aguas abiertas. Ella nos cuenta lo que le ha dado la larga distancia y nos acerca su experiencia en su primera travesía, la Travesía a nado del Mar de las Calmas, en la isla canaria del Hierro.
En septiembre del 2019 tuve la suerte de enfrentarme por primera vez a la larga distancia. Bueno, como dice el viejo en el cuento sobre la “Buena suerte”, podríamos decir lo siguiente:
“¿Buena suerte, mala suerte? ¡Quién sabe!”
Depende de cómo lo mires. Personalmente, fue una experiencia única en la que acabé con la mochila llena de aprendizajes.
Se trató de la Travesía a nado del Mar de las Calmas, en la isla canaria del Hierro. Es una travesía preciosa, donde se comienza al sur oeste de la isla, en el faro de Orchilla y se nada en dirección a la salida del sol para acabar en el extremo sur este, en el puerto de la pequeña localidad de la Restinga. Oficialmente son 18 kilómetros, pero la distancia puede variar y a nosotros nos salieron algo más de 19 kilómetros y un total de 6 horas 15 nadando.
Como su nombre indica, casi la mayor parte de la travesía se realiza en un mar amable. Pero (siempre hay un pero), cuando quedan unos cuatro kilómetros y el cuerpo comienza a estar fatigado empieza la verdadera dificultad, ya que en el extremo sur este de la isla se forma una corriente en contra a raíz de la entrada de los fuertes vientos alíseos, por lo que se provoca la frustrante sensación de no avanzar a pesar de estar nadando con las fuerzas que te quedan.
Aquel año y en el briefing del día anterior nos informaron también de lo siguiente:
- Por la luna llena y otras variables meteorológicas que no recuerdo se esperaba que esta corriente fuera incluso un poco más intensa que otros años.
- Debíamos respetar la zona donde se nos desviaba de la costa por nos molestar a unas tiburonas embarazadas.
- Seguramente sería una edición con compañía, ya que se habían visualizado bancos de medusas próximos a la costa.
- A nivel informativo, ese mismo viernes 27 la isla había sentido movimientos sísmicos de magnitud 5,7. Aunque no se esperaba que fuera a más ni que esto influyera demasiado.
Todo “ok” para mi bienestar emocional.
Bueno vale, no tan ok. Había una parte de mí que estaba aterrorizada.
«A veces tengo miedo y no por eso me considero menos valiente»
Pero te diré una cosa…a veces tengo miedo y no por eso me considero menos valiente.
Por lo tanto y a pesar de estas informaciones, o gracias a ellas (¡Quién sabe!), el sábado nos dirigíamos a las 6:45 en una lancha que había partido desde el puerto de la Restinga y durante 45 minutos hacia el punto de salida. 45 minutos –la mayor parte en silencio (exceptuando los bailes adrenalíticos del principio)– se hacen largos. Sobre todo, pensando en que todo ese es el recorrido que vas a tener que hacer nadando.
Pensamientos de pánico, de dudas, inseguridades, de desear volver con la lancha al puerto, de inseguridades, etcétera. Acorralaban nuestras mentes.
Pero no había vuelta atrás.
Empezó la rutina pre-travesía: comer algo, beber, conversaciones irrelevantes con los compañeros de equipo, calentamiento de hombros, bloques de vaselina en el cuello y axilas, meditación y control de la respiración, pequeñas histerias seguidas por abrazos de ánimo, intentos de chistes para relajar el ambiente, euforia, etc. Los retos es lo que tienen. Que no quieres hacerlos hasta que los haces y luego quieres repetir.
Llegó el momento de las salidas (se realizaron en tres turnos por ritmos). La nuestra era la segunda. Digo la nuestra porque tuve la enorme suerte de nadar acompañada por una buena amiga de mi equipo.
Llegó nuestro turno, todos al agua (cristalina, por cierto), últimos ánimos y cuenta atrás.
…y empezamos a nadar
3, 2, 1… Meeec (sonido de bocina). Empezamos a nadar.
Ya en el primer kilómetro se unieron a la juerga nuestras amigas las medusas. No sabría decir la especie, pero sí que tenían unos tentáculos larguísimos y que mi manera de nadar cambió totalmente para evitar ser sorprendida por ellas.
15 kilómetros más tarde, con nuestras paradas a repostar y siempre “bien” acompañados, llegamos a los Últimos Cuatro. Así en mayúsculas, que impone más.
Sólo recuerdo dar todo lo que podía de pies y ver que la boya estaba cada vez más lejos (luego me di cuenta de que la estaban moviendo con una lancha porque había garreado su ancla). Pero, la frustración de ese momento me iba quitando la poca energía que me quedaba. A mi alrededor, mi amiga Nuria con su seguridad y constancia seguía nadando, pero varias personas levantaban sus manos para que les recogieran algunas de las lanchas de apoyo. Estuve muy tentada de hacer lo mismo.
1,5 km hasta la llegada. No sabía lo que era llorar bajo el agua hasta ese momento. Nadar llorando mientras sabes que no queda nada, pero a la vez queda mucho. Qué importante es entrenar mentalmente para estos momentos.
Y qué valioso es ir acompañada.
Entramos por fin al puerto, reduciéndose así la corriente y facilitando los últimos metros. Abrazos a la llegada, pelos de punta bajo el neopreno y piernas temblando de la fatiga y de la emoción.
Altibajos emocionales que combinaban los “qué mal lo he pasado, nunca más” con “vamos a ir mirando alguna travesía de más metros, va”.
Esta experiencia me hizo pensar en la vida misma (seis horas quince minutas dan mucho para pensar).
Funcionamos por objetivos, unos más fáciles y otros más complicados. Nos entrenamos para hacerles frente, visualizamos dónde queremos llegar, gastamos dinero para facilitarnos el “vernos bien”. No lo hacemos tanto para el “sentirnos bien”.
Nos marcamos retos individuales. Y hay que tener en cuenta que la palabra reto es muy subjetiva. Lo que yo considero un reto tal vez a ti no te lo parezca. Y no pasa nada.
Pero siempre puede haber contratiempos: “Medusas” que nos compliquen el nado y nos impliquen readaptar nuestra manera de actuar. “Tiburonas embarazadas” que nos desvíen de la ruta planificada; miedos irracionales a posibles “maremotos” acosándonos dentro de nuestra mente que nos aterrorizan. Corriente en contra que nos haga tener la sensación de estancamiento, de no estar avanzando como nos gustaría.
Eso y mucho más. En cada una de estas barreras vamos a tener varias opciones y deberemos elegir.
Porque la vida son decisiones.
Podemos elegir paralizarnos, “no hacer nada”. Esperar que se resuelva solo. Pero no hacer nada podría implicar ahogarse. Yo no quiero eso.
También vamos a tener la opción de huir, de levantar la mano para que nos recojan porque no podemos más, de encontrar la salida “fácil” (atención, sé que en el caso de las competiciones a veces las retiradas son necesarias). De retirarnos antes de sufrir enfrentándonos a aquello que nos atemoriza o nos incomoda (medusas, agua fría, cambio de nado, neopreno, …). Yo tampoco quiero eso.
Yo quiero luchar
Yo quiero luchar. Ver hasta dónde soy capaz de llegar. Ser consciente de mis límites, pero también de mis fortalezas y utilizar éstas últimas para llegar hasta donde quiera. Quiero nadar llorando- o llorar nadando-, pero no dejar de nadar. Porque soy consciente de que cada remada, cada patada que de hacia adelante, me está acercando a la meta. Quiero apartar las dos primeras letras de las metas que consideraba inalcanzables para desplegar todos mis recursos en ellas.
Y quiero luchar acompañada. Cuidar a aquellas personas que deciden nadar a mi lado (o esperarme a la llegada con los brazos bien abiertos). Compartir mi felicidad con ellas, porque así se multiplica. Y hacerlo también con mi malestar, ya que de esa manera se acaba dividiendo.
Quiero tener objetivos que me hagan llegar exhausta, pero radiante. Que me hagan pensar en lo que he disfrutado y en lo que me he esforzado para conseguirlos. Ser consciente de mis miedos, y de lo valiente que soy al enfrentarme a ellos.
Porque la vida es actitud y aprendizajes.
Y esto es lo que aprendí de una travesía de larga distancia.
¡A preparar la siguiente!